Hacía muchos años que no iba a
ver un partido de fútbol. Aprovechando que mi querido Atleti echaba el cierre al estadio Vicente Calderón, me animé a
sacar dos entradas e irme con mi hija con intención de pasar una tarde entretenida.
Salí de mi casa con la camiseta del Atleti puesta. Orgulloso de ser "colchonero". En el
camino nos cruzamos con tres jóvenes, que al verme con la rojiblanca empezaron
a increparme y se fueron acercando cada vez más a nosotros, hasta que uno de
ellos me dijo: ¡bote, bote, bote, madridista el que no bote! Y yo boté... por
lo que me cayó una somanta de hostias que me dejaron la cara y la cadera doloridas.
Cuando me recuperé gracias a los cuidados de mi hija, me dijo
que si nos volvíamos a casa, a lo que yo me negué diciéndole que me encontraba
bien, y que unos salvajes no iban a fastidiarnos la tarde. ¡Coge la camiseta y
guárdala en la mochila por si vuelven a aparecer otros energúmenos como estos!
Al llegar al metro de Pirámides parecía que había estallado
la guerra civil. Ríos y ríos de personas iban avanzando hacia el estadio del
equipo de mis amores. Abuelos, padres, hijos y nietos (y como dirían en el PSOE
abuelas, madres, hijas, y nietas). Todo el mundo con sus camisetas, banderas,
bufandas y cualquier signo atlético que
se pudiera imaginar. Camisetas de todas la épocas y de los más distintos
jugadores de ahora, de antes y de siempre. Hasta aficionados vestidos de
indios. Un río colorido en rojo y blanco bajando por el Paseo de los Melancólicos
y calles adyacentes.
Uno está tan poco acostumbrado a estos eventos tan masivos,
que tras verificar las entradas en el torno de acceso al campo, me topé con un
señor con un peto amarillo que se puso delante de mis narices a la vez que me
hacía señales como de querer darme un abrazo.
A ello iba (pensando que el hombre estaría repartiéndolos por ser el
último partido) cuando oí el grito desgarrador de mi hija diciéndome: ¡Papá,
que levantes los brazos que te tienen que cachear! ¡Joder, qué vergüenza! El
hombre cuando acabó de hacer su inspección manual (a mí se me vino a la cabeza
el tacto rectal del urólogo), me dijo: ¡qué tenga usted una buena tarde! A lo
que yo respondí muy educado: ¡igualmente!
Por fin conseguimos llegar a nuestros asientos, y cuando ya
estábamos sentados, le dije a mi hija: ¡Saca la camiseta que ya estamos en
territorio indio y aquí estamos seguros! Eso creía yo. Otro energúmeno (ahora
vestido de rojiblanco) se dirigió a mí también de malas formas: ¿Oiga, qué
pasa? ¿Es que le da a usted vergüenza ponerse la camiseta por la calle, que la
tiene que traer guardada? ¡Es que tenía calor! –le dije–, pero ya me la pongo
que va haciendo fresquito (a pesar de que de los 30º no bajaba el termómetro).
Pues más de lo mismo. Antes de que me diera cuenta, otra
somanta de hostias (ahora colchoneras), me cayeron por todos lados de tal forma
que me dejaron el brazo derecho entumecido y la nariz chorreando sangre. Si no
es –otra vez más– gracias a mi hija que sacó el paraguas y nos hicimos fuertes
allí mismo, ni lo cuento. Eso sí, esta vez tuve que ejercitarme en el ¡bote,
bote, bote, madridista el que no bote! pues estábamos rodeados y sin
escapatoria.
Cuando se calmaron los ánimos, gracias a la intervención de
otros aficionados y nos dejaron en paz, nos
dispusimos a disfrutar del espectáculo. Allí estaban nuestros ídolos: gordos,
calvos, con pelo canoso, andando por la banda para calentar. A alguno de ellos,
en pleno precalentamiento, tuvieron que asistirle con oxigeno, a otro se lo
llevó la camilla de Cruz Roja al intentar darle al primer balón que le lanzaron,
resultado de la patada que le dio al aire y que dio con sus huesos en el césped
tras una voltereta en el aire. Se quejaba de un tirón, pero yo creo que se
había roto la rabadilla.
Pero bueno, fue una tarde maravillosa, emotiva, rayando entre
la tristeza y la alegría. Nos despidió Fernando Torres "el niño" y el
himno de Joaquín Sabina coreado por todo un campo lleno de aficionados. Y me
llevé todo por el mismo precio.
Y llegamos a casa. Al abrir la puerta mi mujer se llevó las
manos a la cabeza y se asustó viendo el estado tan lamentable que llevaba, pues
encima nos cayó de vuelta un chaparrón de agua y nos calamos hasta los huesos.
¿Pero qué te ha pasado, es que has jugado tú también? No respondí. Habían sido
demasiadas emociones para solo una tarde, aunque todas las di por buenas porque
yo por mis colores y mi Atleti... ¡mato!
Lo único que no llevo bien es
que hayamos sido indios durante cincuenta años y de ahora en adelante... chinos.
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