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3 jun 2017

Tarde de fútbol (adiós al Calderón)


Hacía muchos años que no iba a ver un partido de fútbol. Aprovechando que mi querido Atleti echaba el cierre al estadio Vicente Calderón, me animé a sacar dos entradas e irme con mi hija con intención de pasar una tarde entretenida.

        Salí de mi casa con la camiseta del Atleti puesta. Orgulloso de ser "colchonero". En el camino nos cruzamos con tres jóvenes, que al verme con la rojiblanca empezaron a increparme y se fueron acercando cada vez más a nosotros, hasta que uno de ellos me dijo: ¡bote, bote, bote, madridista el que no bote! Y yo boté... por lo que me cayó una somanta de hostias que me dejaron la cara y la cadera doloridas.

        Cuando me recuperé gracias a los cuidados de mi hija, me dijo que si nos volvíamos a casa, a lo que yo me negué diciéndole que me encontraba bien, y que unos salvajes no iban a fastidiarnos la tarde. ¡Coge la camiseta y guárdala en la mochila por si vuelven a aparecer otros energúmenos como estos!

        Al llegar al metro de Pirámides parecía que había estallado la guerra civil. Ríos y ríos de personas iban avanzando hacia el estadio del equipo de mis amores. Abuelos, padres, hijos y nietos (y como dirían en el PSOE abuelas, madres, hijas, y nietas). Todo el mundo con sus camisetas, banderas, bufandas y cualquier signo atlético que se pudiera imaginar. Camisetas de todas la épocas y de los más distintos jugadores de ahora, de antes y de siempre. Hasta aficionados vestidos de indios. Un río colorido en rojo y blanco bajando por el Paseo de los Melancólicos y calles adyacentes.

        Uno está tan poco acostumbrado a estos eventos tan masivos, que tras verificar las entradas en el torno de acceso al campo, me topé con un señor con un peto amarillo que se puso delante de mis narices a la vez que me hacía señales como de querer darme un abrazo.  A ello iba (pensando que el hombre estaría repartiéndolos por ser el último partido) cuando oí el grito desgarrador de mi hija diciéndome: ¡Papá, que levantes los brazos que te tienen que cachear! ¡Joder, qué vergüenza! El hombre cuando acabó de hacer su inspección manual (a mí se me vino a la cabeza el tacto rectal del urólogo), me dijo: ¡qué tenga usted una buena tarde! A lo que yo respondí muy educado: ¡igualmente!

        Por fin conseguimos llegar a nuestros asientos, y cuando ya estábamos sentados, le dije a mi hija: ¡Saca la camiseta que ya estamos en territorio indio y aquí estamos seguros! Eso creía yo. Otro energúmeno (ahora vestido de rojiblanco) se dirigió a mí también de malas formas: ¿Oiga, qué pasa? ¿Es que le da a usted vergüenza ponerse la camiseta por la calle, que la tiene que traer guardada? ¡Es que tenía calor! –le dije–, pero ya me la pongo que va haciendo fresquito (a pesar de que de los 30º no bajaba el termómetro).

        Pues más de lo mismo. Antes de que me diera cuenta, otra somanta de hostias (ahora colchoneras), me cayeron por todos lados de tal forma que me dejaron el brazo derecho entumecido y la nariz chorreando sangre. Si no es –otra vez más– gracias a mi hija que sacó el paraguas y nos hicimos fuertes allí mismo, ni lo cuento. Eso sí, esta vez tuve que ejercitarme en el ¡bote, bote, bote, madridista el que no bote! pues estábamos rodeados y sin escapatoria.

        Cuando se calmaron los ánimos, gracias a la intervención de otros aficionados y nos dejaron en paz,  nos dispusimos a disfrutar del espectáculo. Allí estaban nuestros ídolos: gordos, calvos, con pelo canoso, andando por la banda para calentar. A alguno de ellos, en pleno precalentamiento, tuvieron que asistirle con oxigeno, a otro se lo llevó la camilla de Cruz Roja al intentar darle al primer balón que le lanzaron, resultado de la patada que le dio al aire y que dio con sus huesos en el césped tras una voltereta en el aire. Se quejaba de un tirón, pero yo creo que se había roto la rabadilla.

        Pero bueno, fue una tarde maravillosa, emotiva, rayando entre la tristeza y la alegría. Nos despidió Fernando Torres "el niño" y el himno de Joaquín Sabina coreado por todo un campo lleno de aficionados. Y me llevé todo por el mismo precio.

        Y llegamos a casa. Al abrir la puerta mi mujer se llevó las manos a la cabeza y se asustó viendo el estado tan lamentable que llevaba, pues encima nos cayó de vuelta un chaparrón de agua y nos calamos hasta los huesos. ¿Pero qué te ha pasado, es que has jugado tú también? No respondí. Habían sido demasiadas emociones para solo una tarde, aunque todas las di por buenas porque yo por mis colores y mi Atleti... ¡mato!

Lo único que no llevo bien es que hayamos sido indios durante cincuenta años y de ahora en adelante... chinos.

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