Al despedirse, mi mujer me dijo que
volvería pronto, pues tampoco le apetecía estar mucho tiempo y, además, tenía
cosas que hacer en casa antes de acostarse.
–¡Cariño, a las siete estoy de vuelta! –me
dijo–.
–¡De acuerdo, pásatelo bien cielo, y ten
cuidado con lo que bebes que ya sabes que no te sienta bien! –le contesté yo–.
Empezaba a estar preocupado cuando,
mirando el reloj, marcaba ya las ocho y media. Había salido a las cinco de la
tarde, y empecé a ponerme nervioso por si le había ocurrido algo, ya que ni
siquiera había recibido una llamada de ella y tampoco me contestó a tres
whatsapp que le había enviado.
Como la cafetería estaba cerca decidí
bajar y ver en persona qué estaba ocurriendo. Me las encontré a todas en el
fondo del local con una juerga de impresión. La mesa llena de bebidas
alcohólicas, cantando, y dos de ellas (una, mi mujer) encima de la mesa
marcándose un zapateado, sosteniendo en una de sus manos una botella de champán,
y en un estado de evidente embriaguez.
Fue tal mi vergüenza que no supe qué
hacer. Si marcharme o esconderme. Decidí salir a la puerta para poder pensar con
claridad, y tras cinco minutos, volví a entrar en el local con la intención de
llevármela a casa, pero al hacerlo me topé con un cartel que ponía «prohibido sacar las bebidas a la calle».
De modo que allí la dejé, esperando que se le pasase la moña para
que pueda volver a casa, tras haber pasado toda la noche durmiendo en la
cafetería junto a sus amigas, y orgulloso de no haber incumplido la prohibición
de la puerta de la cafetería.