La semana pasada me encontraba
esperando en la consulta del urólogo para una revisión rutinaria. Enfrente mío
había un hombre de sesenta y tantos
años. Miraba al suelo, mano sobre mano, como aburrido, como desilusionado y
abatido.
Me quedé mirando su cara fijamente. Cada gesto por pequeño
que fuese me lo fui interiorizando, y caí en la cuenta: debía ser uno de esos
hijos de puta jubilado que habían puesto en la calle, y ahora añoraba sus años como
jefecillo de alguna empresucha de poco monte, donde impunemente habría hecho la
vida imposible a sus empleados, y ahora, amargado por no poder hacerlo, se le
había revelado la próstata.
¿Qué si yo estaba allí por lo mismo? Naturalmente que no. Es
que ahora estoy prejubilado y para no aburrirme me voy a los hospitales a
entretenerme un poco hasta la hora de la comida, porque si no mi mujer me tiene
en casa sin parar de ordenarme cosas.
A mí, con lo que yo he sido...