La otra mañana me desperté sobresaltado.
Desde la calle provenía una música estridente a todo volumen. Me dirigí hacia
la habitación contigua a la mía y abrí la ventana. Allí pude ver un grupo de
personas de etnia gitana. Uno de ellos tocaba el órgano mientras otro sacudía
con violencia sus pulmones para dejar salir el aire por su maltrecha y
descuidada trompeta. El resto daba vueltas por aquí y por allá, con gorras y
panderetas en sus manos, mientras no dejaban de mirar hacia las ventanas de
arriba, donde curiosos como yo mismo se habían asomado.
Solo faltaba algo para completar el escenario de tan animado
espectáculo: una cabra. Y allí estaba. El animal giraba sobre sí misma sobre
una base depositada a tal efecto y donde, con gran destreza y habilidad,
mantenía el equilibrio al ritmo de la charanga.
Al mismo tiempo que esto sucedía, una señora anciana
rebuscaba entre los cubos de la basura situados a pocos metros de la escena
musical en busca de algo que le fuese aprovechable, y de paso, algún alimento
que no estuviese en muy mal estado para poder comérselo.
Me fui a la cama pues creí que lo que estaba presenciando era
solo un sueño. Me arropé de nuevo y rápidamente me volví a dormir, acomodándome
la almohada a mi cuello.
Solo al volver a despertarme una hora después (esta vez ya
sin ruido), y al comentar con mi mujer lo que creía haber presenciado, y ella confirmármelo, me di cuenta de que todo había sido cierto.
Fue entonces cuando mi mente volvió de una forma inconsciente
a mi niñez, donde estas situaciones eran muy comunes casi cada semana: la
vuelta del hambre, el afilador, el vendedor de quesos, el baile de la cabra...
Me entró un sudor frío al recordarlo y me puse a pensar, que
en lo más básico, apenas habíamos progresado social y humanamente.