Casi nadie elige la forma de
vida que quiere o desea. Desde el mismo instante del nacimiento, en el momento
en que el cordón umbilical queda interrumpido en el nexo con tu madre, estás
programado para que hagas lo que otros quieran.
En los primeros años de vida ni siquiera te lo vas a
plantear, y después se hará aquello que tus padres elijan para ti... salvo que
te rebeles. Todos quieren decidir por ti, y yo, harto de la situación, quise
ser nadie, y lógicamente tampoco me dejaron.
A pesar de que en mi época adolescente no había tanto
sicólogo como ahora, –aunque
alguno había procurando lavarte el cerebro para que fueses más y mejor que
nadie–. ¡Coño! –me dije–, mejor que lo que yo quiero ser!
y entonces decidí hacerme, además, rebelde autónomo.
Ni siquiera le comenté a mis padres esa rareza, pues en
aquellos tiempos bastante tenía yo con tragar con una paella en mi cara. Sin
pollo. El maldito acné me duró dos años, el complejo cinco más y las secuelas
toda la vida. Pero finalmente lo superé... y
sin sicólogos.
Como decía, quise ser nadie. Al menos hasta que lo tuviese
claro, porque yo siempre he sido de meditar mucho las cosas, y, o las digo y
hago de repente o callo para mucho tiempo. Y, finalmente, me
salí con la mía.
Por eso me sorprendo cada día
de todas las cosas que aprendo por mí mismo y que hace años debería haber
aprendido, pero es que yo aprendo despacio. Ventajas de ir poco a poco, sin
presiones, sin obligaciones, sin intermediarios de inútil y sospechosa
reputación. Y también inconvenientes, pues al ser rebelde autónomo pagas un
alto precio personal, pero nada comparable con lo caro que resulta convertirse
en un clon, un chupa culos, un pelota o un bufón, porque llegar a ser un don
nadie es muy difícil y está al alcance de muy pocos.
Y yo, para bien o para mal, elegí vivir así.