La otra mañana, aún siendo
sábado y no tener que ir al trabajo, me levanté temprano para hacer unas cosas
que hacía tiempo que por dejadez, tenía que haberlas hecho ya hace algún
tiempo. Para no hacer ruido en casa, me bajé a la cafetería del barrio, y
cuando estaba apurando los últimos sorbos de un rico y caliente café, en una
mañana demasiado fría de este invierno que se presentó casi como todos los
años, de repente.
Fue entonces cuando entró una anciana agarrada del brazo de
una mujer de rasgos sudamericanos. Su andar era torpe, lento, dubitativo,
inseguro. La cuidadora la ayudó a sentarse, y pidió al camarero unas pastas que
estaban bañadas por encima de fresa que a la anciana parecían gustarle mucho.
Su mirada estaba perdida, su rostro inmóvil, no pronunciaba
una sóla palabra, tan sólo gestionaba a veces, negando o afirmando, a lo que su
cuidadora le preguntaba con la máxima devoción, sin atisbarse nada más en la
anciana que un temblor en sus manos y cabeza. Ni una sonrisa, ni un gesto de malestar.
Nada de todo.
Iba impecablemente vestida. El pelo recogido en un moño que
sujetaba con dos horquillas. Tenía la cara reluciente, seguramente de la crema
que la cuidadora la había extendido.
De repente, algo pareció contrariar a la anciana, que manifestó
como bien pudo. Al instante, la cuidadora cogió sus manos temblorosas y las
apretó con fuerza contra las suyas, a la vez que las acariciaba y trataba de
saber qué le sucedía. No dejó de hablarla y volvió a serenarse. Le dio un
bocado de las pastas y un trago de café que ingirió lentamente, mientras la
cuidadora no apartaba un sólo instante su mirada de ella, sin soltar sus manos en
ningún momento más que para que tomase su desayuno. Le preguntó si le gustaba
lo que comía, y la anciana asintió con la cabeza afirmativamente.
Me sorprendió que la cuidadora no la acompañase a tomar algo
con ella, quizá para no perder un sólo detalle, un sólo gesto de su
acompañante. Sólo la acompañaba y la cuidaba… Sólo eso. Porque sus ojos
perdidos, únicamente buscaban amor, amor al contacto, sin importarle de dónde
provenía. Estoy por asegurar que no sabía ni el nombre de la cuidadora que la
acompañaba. Una de ésas a las que tantas veces criticamos, pero que utilizamos
de intermediaria de nuestro egoísta amor en entredicho, a la cual pagamos para
gastar nuestro tiempo libre y así liberar nuestra conciencia.
Me pareció una escena enormemente tierna y triste a la vez, y
fue entonces, a punto de levantarme para irme, cuando me pregunté dónde
estarían sus hijos. Dónde estaba yo.