Soy un ser inmaduro, lo
reconozco. Aunque esto no tiene nada de especial, pues se es inmaduro hasta que
mueres, momento previo a convertirte en una pasa. Inmaduro para algunas cosas,
porque para otras estoy más pasado que un plátano «pocho», pues a los dieciséis años ya pagaba las nóminas de casi
trescientos empleados (confeccionándolas, cuadrándolas y las repartía en taxi por todo
Madrid con el riesgo que aquello conllevaba), me pegaba con los marroquíes
negociando sus haberes salvo amenaza de pegarle fuego a la empresa con latas de
gasolina en mano, y mientras mis jefes
huían por las puertas falsas de la oficina.
Y al decir inmaduro no quiero decir que esté en contra de la
política del presidente de Venezuela, ni tampoco a favor. Todo lo contrario.
Por eso lo digo,
porque yo de política no entiendo y menos de políticos, pero sí de gente
cabreada, humillada y engañada dispuesta a no perder la dignidad y el futuro de
sus hijos. Lo digo por eso y para que
no se me entienda mal, que luego salen los ocultos diciendo que si tal y que si
cual.