Había salido de casa para
comprar unas cervezas y acercarme al cajero para sacar el dinero de los gastos
de la semana. Por el camino iba susurrando la canción de Chenoa "cuando tú vas, yo vengo de allí".
Al volver a casa e intentar abrir la puerta, noté como una
resistencia al girar la llave. Tras varios intentos desistí, a la vez que mi
impaciencia y desesperación iban en aumento. En ese momento se abrió la puerta
de mi vecina. Me dijo que había oído ruido y que se asomó por la mirilla. Vio
un matrimonio con un niño pequeño en brazos de la mujer, y tras unos minutos
intentando abrir la puerta, se adentraron en la casa.
Yo me dije: ¡Mi hija está soltera, aunque con pareja! pero es
que, además no tiene hijos. ¡Me cago en la puta! ¡Se me han metido en la casa
unos okupas!
Aporreé la puerta con todas mis fuerzas... pero allí no
contestaba nadie. Tras dos horas de vanos intentos, llamé a la policía. Les
conté lo sucedido, pero el más veterano de los dos me dijo que lo denunciase,
aunque tenía mala pinta el desalojarlos.
El policía tenía razón. No hubo forma legal de que
abandonasen el piso, de manera que me fui a vivir a casa de mi suegra, y aquí
llevo siete meses.
Y un día, dándole vueltas al tema, me acordé de la canción de
Chenoa: "Cuando tú vas, yo vengo de allí". Cogí el
coche y me dirigí a toda prisa a casa del okupa, –¡digo, a mi casa, qué coño!
–.
Y yo no dejaba de repetir mentalmente: "Cuando
tú vas, yo vengo de allí".
¡Ya está, tengo la solución! Esta gente tiene que salir del piso alguna vez. De
modo que abrí el portal de... ¡quien sea el dueño! y subí escaleras arriba.
Despacio, sigiloso, felino. Me senté en el primer escalón de las escaleras que
subían al piso de arriba, y ahí, escondido y en silencio, esperé...
Tras dos días sin comer ni beber y apenas dormir, llamé al
timbre de la puerta. A la cuarta vez me abrieron con la cadena puesta y la
puerta entreabierta. Al verme y reconocerme, el hombre hizo intento de
cerrarla, pero yo anduve más listo y metí la pierna. ¡Casi me la parte el
hijokupa! Le pedí que me dejase entrar a orinar, pues no podía aguantar más.
–¡Y una leche!, me contestó. ¡Te meas en la escalera, pero a
mi casa no entras!
–¿Tú casa? ¿Será mi casa, desgraciado?
Y entre "es
mías" estábamos cuando me cerró la puerta en un descuido, de modo que
me volví a mi sitio en el primer escalón.
Una mañana, bien temprano, oí un ruido que provenía de mi/su
casa. Me incorporé al instante de un brinco. En cuanto vi la puerta
entreabierta, me abalancé soy el hombre que me había usurpado ilegítimamente mi
hogar y el de mi familia. Le cogí por el cuello, y tras forcejear unos segundos
con él conseguí sacarle al pasillo, cerrando a continuación con un portazo y
dejándole allí aislado. Suplicó, durante más de una hora, que le dejase entrar.
Golpeó la puerta con violencia, –tal como yo hiciese cuando fui desposeído de
mi vivienda y él se encontraba dentro–. No le abrí.
Llevaba diez minutos recuperándome del forcejeo con el okupa,
cuando de pronto oí el gimoteo de un niño. Recordé que el susodicho venía con
mujer e hijo. Me dirigí hacia el dormitorio (que antes era el mío) y allí
estaban: la madre y el okupita. En un ataque de ira cogí a la mujer (quien a su
vez cogió al niño), y a empujones la llevé hacia la puerta. Abrí, y allí dejé a
ambos.
Llevo aquí en mi casa cuatro largos años. Sin salir. De vez
en cuando miro por la mirilla y veo movimientos extraños, pero no pienso salir
de mi casa.
Un día oí voces a la vez que tocaban el timbre. Alguien decía
al otro lado de la puerta que abriese, que era mi mujer. ¿Qué mujer? Yo ya no
tengo mujer, ni hijos, ni familia, ni trabajo. Solo mi casa, mi hogar.
Apenas como ni bebo. Apenas duermo. Solo leo. Leo para
aprender.
Y es que ya se sabe que el saber no okupa lugar.