Estoy
realizando unas obras en el bar,
ya que hace unas semanas tuve un percance con un cliente y me destrozó una
parte del mismo. Un cliente conocido: el tenista Rafael Nadal. La gente dice,
sobre todo a primeros de año,
que es un buen tío. ¡Bon Nadal! —le repiten por aquí y por allá—.
Yo no
digo que no lo sea, pero es tal la ambición, la obsesión de este chico por
ganar títulos, que creo que debería descansar, reflexionar un poco y sobre todo calmarse. Entiendo que tantos torneos y
viajes, tanto cambio de hotel, atendiendo
a la prensa y sin apenas intimidad, pueda llegar a molestar y acabar descentrando a cualquiera.
El tal Nadal entró en
mi bar. Iba acompañado de su novia de
siempre (ahora ya, su mujer), y pidió
unas cervezas. Poco a
poco la euforia fue apoderándose de él. Entre éso
y que la gente no le dejaba tranquilo por querer autógrafos y fotos con él, se
debió de enfadar. De pronto le cambió el
rostro, elevó su ceja izquierda y sacó una cinta que tenía en el bolsillo
derecho del pantalón (a la vez que se colocó de un tirón el calzoncillo). Se
recogió el pelo y se la colocó en la cabeza mientras se dirigía al
aseo…
Antes
de que pudiera reaccionar, ¡me
rompió el servicio! —tal y como
acostumbra hacer con todos sus rivales en la
pista de tenis—.
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