Me rebullí en la cama cuando
más a gusto me encontraba. Mi mujer, como siempre, me echó en cara que hiciese
ruido y me dijo que me estuviese quieto. No la hice caso y me dispuse a
arreglarme como cada día. Cuando estaba listo para marcharme, y acometer aquel
precioso día de marzo que con su sol radiante se presentaba ante mí, volví a
oír la voz de mi mujer diciéndome que tuviese cuidado, que el día engañaba
bastante.
Como siempre, aunque yo no lo admitiese, tuvo razón. El día
engañaba. Tanto que al llegar al trabajo, y encontrarme las puertas cerradas,
caí en la cuenta de que era domingo.