Me contaba mi
madre que yo de pequeño era muy espabilado, aunque me duró poco. Y no es que
fuera tonto, lo que pasa es que un «accidente
doméstico» dejó en mí secuelas que, a veces, aún hoy arrastro.
Hace muchos años, a algunos niños, se les
daba el pecho hasta casi ir al colegio, en contraste con los tiempos actuales
donde dar el pecho es algo bastante menos habitual.
Un «accidente»,
como digo, que influyó en mi carácter, en mi personalidad y que hace que, ante
cualquier situación que se me presente, y vea una injusticia, me altere los
cinco sentidos.
Mi madre me daba el pecho desde recién
nacido, pues no hay mejor leche para el bebé que la de su propia madre, llena
de propiedades esenciales para el desarrollo del mismo. Ella me cuenta que,
teniendo aproximadamente un año, empecé a hablar palabras bastante
inteligibles. Palabras e incluso pequeñas frases: ¡Quero teta! ¡Nene quere
teta! ¡Nene apo! ¡Buelo tusto!
Un día que mi madre había salido a la
compra, me dejó con mi abuela a solas. Como quiera que tenía hambre y mi madre
se estaba retrasando, le dije a mi abuela: ¡Buela, quero teta!, pero claro, mi
abuela tenía sesenta y dos años, y darme la teta me la podría dar... pero para
que jugase con ella, porque leche, lo que se dice leche, en su cuerpo no tenía.
A mí el hambre ya me estaba pudiendo.
Rabioso y llorando repetía: ¡Buela, quero, teta! ¡Quero teta! Mi abuela no
sabía qué hacer y me cogía en brazos acunándome una y otra vez para ver si así
me calmaba. Pero nada. Yo seguía repitiendo y gritando cada vez más, ¡Buela,
quero teta! ¡Teta quero, buela! ¡Teta, teta, teta! ¡Buela mala, bruja!
Viendo que mi madre no llegaba, y que mi
abuela no atendía mis necesidades básicas de bebé hambriento, cambié de
táctica, mejor dicho de frase: ¡Buela, quero seno! ¡Quero seno! Mi abuela, fuera
de sí y de no, a punto de caer en la histeria, enganchó el queroseno (a falta
de teta) de la lámpara de la habitación y con un tubo me lo metió en la boca.
Empecé a tragar y tragar, y veinte segundos después lo devolví de una bocanada,
dejándome al borde la muerte a causa del petrolífero.
Finalmente me recuperé y hoy soy un buen
mozo. Fuerte y sano. Amable y cordial. Coherente y con la cabeza en su sitio.
Eso sí, no me cabrees mucho con historias raras que me enciendo enseguida y me
pongo como una moto, pues secuelas –como dije– sí que me quedaron y me temo que
de por vida.