Ahora que se cumplen cien días
desde mi prejubilación, habrá que hacer balance como hacen los nuevos gobiernos
cuando ha transcurrido ese período de tiempo.
Debo decir que estuve a punto de seguir en activo, pues lo había
comentado con otro compañero que previamente lo hizo, y quise consultarle sobre
la conveniencia de hacerlo o no. Finalmente, y a pesar de los enormes esfuerzos
por retenerme por parte de compañeros y sobre todo jefes y amigos, decidí dar
el paso y entregarme a mejor vida (dicho sea con todo el respeto).
Siempre había soñado con este día: Olvidarme del reloj, hacer las cosas con tranquilidad, no
madrugar mucho, pasear, leer, viajar...
Y a fe que lo estoy cumpliendo. El reloj no lo encuentro por
ningún lado (y debe ser por la memoria); la tranquilidad (según me dice mi
mujer) es irritante, ya que tardo en pasar la aspiradora, limpiar el polvo y
hacer los baños, más de dos horas y media; no madrugo mucho –como decía–, pues mi hija me trae
al niño y al chihuahua a las seis y cuarto de la mañana y yo estaba
acostumbrado a levantarme para ir a trabajar a eso de las seis y media; pasear
paseo mucho, ya que tengo que llevar al niño a la guardería, sacar al perro a
que corra un poco y que haga sus necesidades, aunque tampoco me puedo
entretener todos los días ya que tengo que comprar el pan y a veces tengo
médico o pruebas que hacerme. En cuanto a leer, la verdad es que se me cansan
mucho los ojos y leo poco porque no aguanto, pero me bajo un montón de libros
de Internet y así por lo menos me hago la ilusión de que los tengo y que algún
día los leeré.
Y solo me queda el tema de viajar. A ver si cambia el tiempo
y se me quitan los dolores de cuello, espalda y piernas que tengo, porque me ha
dicho el médico que salga de casa, que con lo del colesterol, el azúcar, la
artrosis, las piedras del riñón y vesícula, el hígado graso, las taquicardias y
el sobrepeso que he cogido desde que dejé el trabajo, estoy en riesgo de
infarto.
De todos modos estoy contento: Me acuesto tan tarde como me
da la gana, en el baño estoy todo el rato que me apetece (aunque no tengo otro
remedio pues menudo estreñimiento crónico tengo, que por cierto, os recomiendo
el jarabe tan bueno que me tomo cuando
la cosa aprieta). Y lo más importante de todo: el recuerdo constante que tengo de parte de todos aquellos compañeros
que me querían y que no dejan de asediarme con sus whashapes, correos
electrónicos, comentarios sobre los escritos del blog y otras redes sociales.
Alguno dirá que será por la forma que tuve de despedirme. Y
tienen razón... y yo también, porque los amigos aparecen cuando deben hacerlo y
no diariamente para no parar de dejar de dar el coñazo. En realidad, eso no es
amistad, es compañero de trabajo, compañero de copas, de compartir cotilleos, y
los que van más allá: compañeros de planificar putadas haciendo la vida peor a
los demás. Aún recuerdo varios cambios de departamento (unas veces con solo
unos metros de distancias, otros separados tan solo por un piso y hasta alguno
de sucursal). No sé qué tipo de abducción sufrieron, pero el caso es que muchos
se olvidaron hasta de lo más elemental.
Pero como esto es así, así me despedí yo. En la creencia
firme de que todo se desarrollaría de esta manera. Lo cual no deja de ser
triste, porque aunque sea contraproducente, tomar decisiones comprometidas y
sujetas a la crítica no está nada mal. Recordemos que la peor decisión es la
que no se toma y yo, por tomar y me creo con mucha suerte, solo tomo la
almohada a la hora de irme a la cama.